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Hector Lavoe: El cantante de los cantantes, el ídolo, el inmortal

Lavoe está siempre presente en el corazón de los amantes de la salsa. En un almuerzo, una anécdota. Y en una crónica, por ejemplo.

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¿Y Héctor por dónde anda? Preguntaba nervioso Tony Raimone, manager del famoso club de Salsa Corso y Montuno en New York al bongosero José Mangual Jr., representante de la orquesta, en la espera eterna, infinita, de la llegada del cantante de los cantantes. No sé, respondía Mangual, no sé. No aparece y Raimone farfullaba en inglés, maldecía y juraba que nunca más, pero nunca más se le ocurriría la mala idea de contratar a Héctor Lavoe para amenizar uno de sus conciertos bailables.

Dos horas expectante la orquesta, con un público impaciente y Raimone al borde de la locura, hasta que aparecía Lavoe con su sonrisa de oreja a oreja, señalando, como siempre, que no es que llegue tarde si no es que ustedes llegan más temprano, desbaratando la pista, la orquesta, enloqueciendo al público con sus ocurrencias, y Raimone entusiasmado comiéndose sus imprecaciones, echando rever a su dignidad de empresario y preguntándole a Mangual cuándo y cómo volvería a presentarse Héctor allí. Se le olvidaba todo lo que había dicho dos horas antes, señala Mangual.

Como si nada hubiese pasado, y seguía el vacilón, el eterno vacilón de Héctor que tras la independencia de Willie Colón –más por sus propios pasos que por decisión de Willie- había decidido conformar una orquesta y confiando en la honradez de Mangual; un tipo apacible y ecuánime con tradición familiar en eso de tocar los bongoes, le había otorgado las labores de manager. Este, que sabía cómo le entraba al agua al coco con Héctor, previamente le había hecho jurar que aceptaba, que bien gracias, pero que no lo hiciera quedar mal ni con los músicos ni con los empresarios de espectáculos. Qué va. Cuando Héctor entraba en noche de farra era asunto seguido y de difícil pronóstico.

Una vez un empresario llegó donde Mangual ofreciendo un contrato por varias noches. En una época sin celulares, comienza la búsqueda de Mangual por todos los recovecos de New York en donde se supone se metía Héctor. Nada, desaparecido total. Misterio sobre su paradero hasta que dos semanas después del primer intento de conexión apareció como si nada.

Por ello Mangual, en una época en que las orquestas tocaban cuatro veces en un día en New York, apenas si resolvía con uno solo: “Si era una angustia con un solo concierto, te imaginas con cuatro?”

Teo Hernández, cantante de Ray Pérez y Los Dementes, recuerda que en una noche en el Anauco Hilton de Caracas, Héctor le insistía que probara de este trago, que esnifará de aquella bolsa, que el mundo era una rumba y él se montaba en esa. Hernández estaba bajo tratamiento médico y rehusó, una tras otra vez, las tentativas de Héctor.

En otra ocasión recuerda que se encontraron a la salida de un concierto y bajaron hasta el puerto de La Guaira, donde Hernández visi­taba a un amigo. Muy pronto se corrió la voz de que Héctor Lavoe, el cantante que su negocio es cantar y el público pa­ga para verlo actuar, estaba de visita.

Una romería de curiosos en la puerta de la residencia y Héctor, tímido, decía que no entendía por qué no lo dejaban hacer la vida de una persona normal, que so­lo salía con sus amigos a pasar un rato cerca del mar. Pidió que lo disfrazaran, que le prestaran un sombrero, unas ga­fas negras y un overol de obrero. Pero la gente, mi gente, ustedes, se encontraba prevenida y aunque la mona se vista de seda, Héctor Lavoe se queda, y lo descu­brieron. Dos horas firmando autógrafos, dando besos y tomándose fotografías en­tre tandas de cerveza.

El mismo Teo Hernández, hombre aho­ra consagrado a su trabajo y retirado de aquellos tiempos turbulentos de la ju­ventud, se ríe al recordar su desquite de aquellas tentativas de Lavoe en el Anau­co Hilton de Caracas.


Héctor Laveo, el cantante de los cantantes, ídolo indiscutible de la música en Latinoamerica. | Foto: Archivo


Cada vez que llega­ba a Venezuela Héctorle pegaba una lla­mada al pana Teo, que para desquitarse lo invitó; cómo no, a su casa en el popular barrio de San Agustín de Caracas. Ape­nas llegaron salió a relucir una botella de whisky y una súper bolsa de cocaína. Para que veas cómo es la cosa conmigo, le decía Teo.

Tanto Mangual como Hernández su­frían esa vida de Héctor, entre la cima y el más profundo de los abismos. Hasta el infausto día en que Mangual se entera de que Héctor se lanzó desde un piso de un hotel,versión en la que jamás creyó habi­da cuenta de las enconadas riñas del can­tante con su esposa, que terminaban más allá de la violencia verbal, en agresiones físicas. Pudo haber pasado, señala, que en un forcejeo en el balcón, Héctor haya perdido el equilibrio y caído desde esa altura salvándose de puro milagro. Pudo haber pasado, reitera Mangual.

Allí se desapareció parte del Rey de la Puntualidad, del cantante de los cantan­tes. Una sombra nada más de sí mismo caminando de mala manera en los pocos clubes que se atrevían a contratarlo. Tur­bulenta vida en alcobas desarregladas de New York tratando de salvar los restos de su propio naufragio, hasta que no pudo más con su vida y falleció.

Para Mangual fue un golpe. Para Her­nández también. Héctor era un amigo juguetón, inteligente, atrapado en el rol de la fama que tanto detestaba. Un can­tante con un público fiel que se resistía al hecho de su partida final, cantando los pormenores de cuándo llegará el día de mi suerte con la esperanza de mi muerte, mientras el trombón lo arrastraba cada vez más y Yomo Toro desgranaba la tris­teza en su cuatro.

Para Mangual la rei­vindicación del amigo llegaría un día, en forma de llamada telefónica, cuando le dicen que ‘la Pochi’, la esposa de Lavoe, Nilda Puchi Román, se acababa de caer desde un alto piso al perder el equilibrio cuando trataba de entrar a su aparta­mento en el Bronx –donde vivió con La­voe-por la escalera de incendios. “Ahí es­tá la cosa”, recuerda Mangual que pensó ante la noticia que en cierta forma hacía justicia ante el terrible momento de la caída de Lavoe, suceso que nunca fue creído por sus íntimos amigos.


Héctor Lavoe con su esposa ‘La Pochi’. | Foto: Archivo


A Héctor sus amigos lo siguieron bus­cando. En sus discos, en las anécdotas que recuerdan tantos años después de su partida del valle de lágrimas tristes en que se había convertido su existen­cia por él mismo, pues tenía todo lo que quisiera. Otro amigo indica que alguna vez compró un auto de lujo y se fue para una gira larga con su orquesta, olvidan­do el vehículo en un parqueadero hasta que mucho tiempo después alguien se lo recordó.

O la vez que Masucci, due­ño de la Fania, comisionó a Tite Curet Alonso para que convenciera a Héctor y apareciera en los estudios de la dis­cográfica para un nuevo trabajo pues parece que andaba por Puerto Rico o escapado de su casa, ofreciéndole de carnada suculenta su elegante pent house en la Quinta Avenida de posada adonde llegó Héctor desocupándole, poco a poco, su bien surtido bar. Se lo bebió íntegro.

Pero se lo perdonaban y lo seguían buscando aún después de muerto. En un concierto homenaje a Lavoe en el Po­liedro de Caracas, tocaban varias agru­paciones.

En uno de los camerinos se encontraba reposando Teo Hernández esperando el turno al bate. En uno de los televisores internos aparece Van Lester, un imitador de Héctor con su show. Al terminar pasa caminando, muy orondo, muy engreído de su hazaña para que Teo, que andaba con la piedra afuera, suelte su verdad: “Parece cosa de maricos”. Van Lester que oye la pulla se devuelve e increpa a Hernández que sin mirarlo le dice:“No era contigo chico, ni tampo­co te conozco, así que sigue tu camino”.

Van Lester, otro que buscaba a La­voe, prosiguió en su extraña ruta de imitación. En la voz, en sus gestos, en sus ademanes, copiando el repertorio, hasta que se perdió el mismo en la ruta de su vida y lo internaron en una clínica mental.

La escena ahora es en el Ma­dison Square Garden, en New York. En el escenario canta Van Lester y en los camerinos está José Mangual Jr. Con nostalgia recuerda los correntones pa­ra que Héctor saliera con toda su gracia a escena. Afina el bongó, pues su turno viene enseguida. Repica duro cuando se abre la puerta y aparece Van Lester con cara triunfante:

-¿Cómo te pareció mi actuación? Mangual sintió un estremecimiento en sus dedos y solo alcanzo a decirle: “Qué es esa falta de respeto? Si yo era el di­rector y tocaba con el original. Hágame el favor y sale del camerino”.


José Mangual Jr. y Teo Hernández, amigos de Héctor Lavoe. | Foto: Archivo


Muchos años después de aquellos su­cesos, sentados en la mesa de un res­taurante en Medellín, tanto Teo Her­nández, sonero de Ray Pérez y sus Dementes de Caracas, y José Mangual Jr., que viene con la orquesta Narváez, una agrupación de salsa dura sobre­viviente de aquellos años con Héctor,recuerdan al amigo. A Tiburón, como lo llamaba Teo. A ‘Hejtor’, como le dice todavía Mangual con un dejo de cariño. Cuentan las múltiples esperas de los amigos en la búsqueda del cantante de los cantantes, que pese a tantos años desaparecido todavía pega discos.

El sonsonete de boleros que casi se vuelve himno: “Ya son las doce y no llega, me hará lo mismo que ayer”…

-¿‘Hejtor’ por dónde andas, mira que el público te está pidiendo hace rato? Dice Mangual.“Tiburón, tiempo sin verte”, replica Hernández.

No sé, pero creo que Héctor les pudo haber dicho allí mismo, en esa mesa: “Los llamé, no me preguntaron dónde, mi gente siempre responde”. Siempre, hasta el último día de sus vidas les segui­rá apareciendo de las formas más inusi­tadas. En un almuerzo. En una anécdo­ta. Y en una crónica, por ejemplo.

Por:

Adlai Stevenson

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